No nos quedará París, ni mucho menos Madrid

Hannah Sanel

La COP25 fracasó con los viejos fantasmas del inmovilismo como telón de fondo. Ante los focos, desfilaron algunos líderes mundiales, pero, sobre todo, sus sustitutos, amén de activistas y famosos. A nivel mediático, se fue hinchando un gran globo que la aguja de la falta de compromiso global no tardaría en pinchar.

La crónica de un fracaso anunciado, así fue la Cumbre Climática de Madrid. Un fracaso más, y una oportunidad menos. Evaluando el rosario de COPs que se han ido sucediendo en las últimas décadas, queda claro que combatir el cambio climático no es una cuestión de fe sino de voluntarismo y trabajo. Lo que obtenemos, sin embargo, es un intento fallido tras otro.

Solo la cita parisina (COP21) pareció despertar las esperanzas dormidas. Aunque tampoco nos quedará París, pues con el paso de los años, cabe concluir que la reunión gala ha acabado en un bluff, y las COPs posteriores, incluida la madrileña, no han hecho sino confirmarlo.

Con el oso y el madroño tan presentes como extinguidos, vuelve a constatarse que poco o nada se ha avanzado desde entonces, cuando el escenario lo presidía una Torre Eiffel que, durante aquellos míticos días, estuvo tan cerca del cielo. Entonces, la Ciudad de la Luz se consideró todo un hito en la lucha climática. Casi tres años después, sin embargo, el sueño de París es cada vez más lejano e inalcanzable. ¿Acaso entonces no estábamos a punto de tocar el cielo con los dedos, de lograr los tan necesarios compromisos vinculantes para frenar el calentamiento global?

A golpe de COPs, después, incluso se ha desandado el camino. Probablemente, porque se avanzó más de lo deseado, y la resaca de aquella fiesta climática obligó a pensar más fríamente. El mensaje políticamente correcto, el más conveniente, parece haberse instalado: no hay que dejarse llevar por idealismos amenazantes, que pongan en jaque a los intereses creados.

Mientras a Ilsa y Rick siempre les quedará París, a la humanidad los valiosos, vitales y emocionantes recuerdos de la cita gala se le han esfumado. Solo queda un futuro incierto. Porque esta, el mejor intento de desbloqueo, ha acabado siendo nada. Y mucho menos nos quedará Madrid, pues siendo parte del epílogo parisino, nada ha sido. Por lo tanto, su objetivo de implantar a partir de 2020 el Acuerdo de París fue solo una simple formulación de buenas intenciones. De nuevo, todo queda en agua de borrajas, empapando una vez más sobre los ya de por sí mojados papeles parisinos.



Como una vieja mentira disfrazada de verdad, de urgencia, de voluntad para actuar, de negociaciones reales, edición tras edición, la COP de turno sigue oliendo a chamusquina. A combustibles fósiles quemados, a CO2 preservado, junto con el intocable status quo. A fracaso cantado.

En los anales de la ONU, la COP25 habrá sido aquella reunión inservible que, como las anteriores, nos hizo perder un tiempo que no teníamos. Aquella cita que nos llenó el bolsillo con más papeletas, si cabe, de la lotería que rifa, cual ruleta rusa, los devastadores efectos de la crisis climática.

Haciendo una crónica en retrospectiva, durante la Cumbre Climática de Madrid (COP25) hemos asistido, una vez más, a una gran pantomima. Oportunidad perdida la de esta Cumbre de plástico, que ha venido como se ha ido, envuelta en nubarrones, y luciendo un packaging espectacular.

Al abrir la caja, descubrimos lo que ya intuíamos: nada. Porque nada cabe esperar de una cita que indigna por un inmovilismo ya secular, tan gris como vacía de contenido práctico. Leer entre líneas, analizarla, sin embargo, la dota de un significado que asusta al miedo por lo mucho, triste, indignante y feo que dice del ser humano.

Y es que, más allá de fiascos esperados, con su mera existencia, la COP25 nos dice al oído, de forma inquietante, que la acción climática sigue siendo una sangrante utopía que exige acción. Lo demás, incluida la omnipresencia de la polémica Greta, que ha tenido que soportar un trato miserable por cantarnos las verdades, queda relegado a la categoría de pura anécdota.

Al margen de todo eso, nos la jugamos porque impera una bochornosa negligencia global desde antes de la primera COP, celebrada en Berlín hace casi un cuarto de siglo para afrontar el cambio climático, uno de los grandes problemas no resueltos de la humanidad.

Transcurrida la cumbre, es momento de reflexionar, de reaccionar y de arrepentirse por estar bailando sobre nuestra tumba. Mientras el reloj de arena del cambio climático sigue arrebatándonos las playas. Recortando nuestras costas, avanzando mientras todo lo trastoca con sus eventos extremos, cada vez más inmisericordes. De nada vale mirar a otro lado.

Aun siendo un problema complejo que exige un análisis multifactorial, creo que es momento de señalar, a modo de corolario, que, dándole la espalda, el ser humano está serrando la rama sobre la que se sienta. Un inmovilismo que, permítanme la broma, tiene pequeñas ventajas para esta cronista ambiental, poniéndome en bandeja reciclar ahora aquel artículo que escribí sobre la COP21. Me permito, por lo tanto, acabar del mismo modo, reconociendo, cómo no, que lograr avances es realmente difícil, pero nos va demasiado en ello como para no seguir intentándolo: “Todo un desafío, enorme, sin duda, pero la recompensa también lo es. Nuestra propia supervivencia está en juego, y la del mundo tal y como lo conocemos. En el peor de los casos, la vida seguirá abriéndose paso, pero ya sin nosotros. Quizá el planeta salga ganando”, dije entonces, y sigo diciendo ahora.     

                             

Imagen: REUTERS/Jacky Naegelen  

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