Masivos asesinatos de ratones K18-hAce2 en la carrera por la vacuna contra el Covid-19

Salvar vidas a costa de la vida de indefensos animales es una abominable, execrable, maldita, despreciable, infame, deleznable, atroz, funesta, insoportable, intolerable, deplorable y endémica costumbre humana. Si, además, esos animales inermes han sido diseñados para tal fin,  ya nos hemos metido, entonces, en el oscuro mundo de la experimentación con animales de los maquiavélicos laboratorios. Lugares en cuyas paredes debería colgar un cartel que rezara aquello de que el fin no justifica los medios.

Dicen las leyendas que las civilizaciones antiguas sacrificaban animales o personas como ofrendas para aplacar la furia de los dioses o de los dragones de siete cabezas. Es decir, se trataba de evitar males mayores. Unos rituales que actualmente también se realizan, en honor a la economía y a los totems que adoramos. Quizás, ahora se lleva a cabo de un modo mucho más prosaico y cruel, si cabe, sin contemplar posibles alternativas que eviten tanto el sufrimiento animal como el humano. Y esta pandemia lo ha demostrado. Los débiles, los sin voz, los vulnerables han sido, son y seguirán siendo sacrificados. 

Salvarnos todos, sin dejar a atrás a nadie, sin embargo, ha sido el eslogan político de nuestros gobernantes durante los momentos más críticos de esta monstruosa crisis sanitaria. Pero ni de lejos ha sido así. Ni a la hora de la verdad, ni en la práctica, y ni siquiera tampoco en el terreno de las expectativas más realistas. Si observamos casos extremos, esos del sacrificio, antes fueron las residencias de ancianos, y ahora, hemos de mirar hacia los laboratorios.

La esperpéntica, espeluznante, dramática historia va de miles de ratones diseñados en laboratorio y revividos a partir de un esperma congelado para su uso masivo en la demencial carrera por ser los primeros en sacar la vacuna. Y todo ello, al margen, obviamente, de la importancia de encontrarla. Pero no a cualquier precio, ni en cuanto a calidad, es decir, ineficacia e inocuidad, como al maltrato animal que pueda conllevar.

Hablamos de un ejército de ratones, así los describen en los medios, aludiendo al lenguaje bélico tan utilizado para referirse a la pandemia. En todo caso, un ejército de kamikaces forzados, nacidos para sufrir, enfermar y morir. Única y exclusivamente, así es su vida. Así de cabrones somos con los animales. Sacrificados con premeditación y alevosía para nuestra guerra, una guerra en la que no todo vale. Y aún menos a la luz de la pandemia. Porque, si estos tiempos extremos han servido para algo es precisamente para evidenciar hasta dónde somos capaces de llegar cuando se trata de salvar el culo, sin importar si los ancianos se mueren desatendidos en las residencias; si lo humano está en juego cuando se trata de seguir moviendo la máquina de la economía; si hay que dejar morir a los más vulnerables. Entre ellos, estos ratones K18-hAce2, con nombre de robot, porque en realidad son creados y usados como objetos. 

La historia es fría como la sala de un laboratorio, cruel como sus métodos, y recuerda a los campos de concentración y a las salas de gas de los nazis. Es inevitable pensar en ello sabiendo, por ejemplo, que se llaman K18-hACE2 y han sido revividos a través de un esperma almacenado en los congeladores de los Laboratorios Jackson. No se trata, en realidad, de avanzar todos, de no dejar  a nadie en el camino, sino de hacer buena la frase de que en la guerra todo vale. 

Dejando al margen las brutalidades relacionadas con la experimentación en humanos,  que también las hay, lo cierto es que los animales son víctimas más numerosas, y sufren un abuso sistemático y dentro de la legalidad que espanta. De hecho, ha sido intensa y extensa la experimentación animal practicada, siglo tras siglo, sin buscarse alternativas. Por lo tanto, tanto antes como ahora, seguimos cubriéndonos de auténtica mierda cuando se trata de hacer avanzar la ciencia a costa de miles de millones de vidas que no nos pertenecen. 

                                                                      

A la luz del Covid-19, estas prácticas resultan más crueles, si cabe. Buscar la vacuna, por ejemplo, ha desatado una carrera mundial por lograrla que supone hacer un uso intensivo y sin compasión alguna de miles de millones de ratones. Son las nuevas víctimas mortales del Covid-19. Es necesario que veamos a los K18-Ace2 como lo que son: meras herramientas diseñadas con tecnología transgénica para poder infectarse con el fin de buscar y diseñar vacunas contra el coronavirus.

Es decir, son animales que nacen, viven y mueren para servir a las necesidades de la endiosada-endemoniada ciencia.  Su vida, sin embargo, importa. Por mucho que nos atenace el coronavirus, se trata de una utilización aberrante y silenciosa, de la que no se habla. Además, resulta a todas luces indignante el enfoque periodístico que se hace, y cómo este es reflejo del sentir de la sociedad, un mundo insensible con el dolor ajeno pero tan hipersensible con el propio. Sin duda, no se puede tolerar que juguemos a ser Dios con estos pobres animales. Además, un Dios inclemente y cruel, a nuestra imagen y semejanza. Y no lo olvidemos, quien lo justifique, quien no se conmueva con el sufrimiento y muerte de los animales no lo hará con el de las personas. En circunstancias adversas, esas que tanto abundan, el cerco, de forma irremediable, cada vez será más estrecho, si bien finalmente no se acabará quedando solo, porque ya lo estaba desde un inicio. 

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Criados a partir de esperma criogenizado para obtenerlos en grandes cantidades - The Jackson Laboratory/Thomas Fouchereaux