Me gustan los perdedores y las causas perdidas. Me quedo con los primeros cuando no ceden a la derrota. Y no dudo en apostarlo todo a una sola carta por utopías que prometen un mundo mejor.
Recordando al poeta latino Horacio, me defino como esa que pide “un libro y una luz antes del amanecer para salvarse”. ¿Pero, salvarse de qué? Obviamente, de la frivolidad, del no saber profundizar, empatizar…, el peor de los pecados, al decir de Oscar Wilde.
Aseveraba José Antonio Marina, prestigioso especialista en ciencias cognitivas, que la empatía y la generosidad son el culmen de la inteligencia. Y el reputado psiquiatra Enrique Rojas apuntaba que el enemigo de la inteligencia es la falta de lectura y no saber preguntar.
… Porque atreverse a pensar, a soñar y, en suma, a usar la inteligencia, nos llena de empatía. En definitiva, nos aleja del humano encerrado en sí mismo y, por ende, enfermo de sí mismo, que siempre acecha. ¿Porque, qué son los animales que sufren sino una prueba que nos obliga a mostrar nuestra verdadera esencia al desnudo? A la postre, ellos son espejo en el que mirarnos y remirarnos para descubrirnos el alma vibrando, pero también el reflejo de nuestros cavernícolas y agresivos egoísmos, tantas veces verdugos…
Porque la bondad significa inteligencia, y ser buenos, empatizar. Tener el alma viva, ser generosos, pues la generosidad no es sino la cumbre de la inteligencia. Y es nuestra obligación como especie, como ejemplares evolucionados, estar en el mundo para que vivir merezca la pena, para mejorar y mejorarlo. Es imperativo superar nuestra vocación colonizadora, depredadora, para así lograr el santo grial que la humanidad se debe a sí misma y al planeta. Solo así se haría el milagro de una vez por todas, y se obraría la magia del vivir y dejar vivir.
Por eso, esta humilde columna es un modesto homenaje a las buenas personas, porque no se necesitan más virtudes para merecer un sincero reconocimiento. A buenos tipos, con una sensibilidad y un heroísmo épicos basados en la acción, como el activista Naoto Matsumura; o en el pensamiento, firmamento en el que deslumbró y fascinó el escritor Walker Hamilton.
El cielo en la Tierra también está lleno de ángeles buenos, como esas abuelitas que, dobladas por la artrosis y mil achaques, alimentan a los gatos callejeros sin olvidarse ninguna noche, compartiendo su mísera pensión con ellos.
O como tantas otras personas sensibles a las lágrimas de los animales, que hacen de ellas ese punto de apoyo desde el que salvar al mundo. En realidad, para qué buscar otros destinos más ambiciosos, si no hay mayor ambición que ayudar al prójimo para acabar ayudándose a uno mismo, elevarse y justificar la propia existencia. Una ejemplar manera, sin duda, de encontrar un lugar en el mundo. De sentir que, pese a los pesares, aun soportando castigos dignos del mismo Sísifo, la vida mereció la pena.
Ante todos ellos me quito el sombrero, y, ya puestos, con un grácil movimiento de mano os invito, lectores, a atreveros a sentir. Dejando que cale hondo, que la lluvia del corazón nos empape enteros y sin remedio; que el frío tras la ventana caliente nuestra compasión dormida, a fuego lento, despertándola ya para siempre…
En definitiva, os invito a disfrutar y a sufrir con la sensibilidad de la que todos, absolutamente todos, deberíamos ser capaces. Atrevámonos a vivir con mayúsculas, de forma compasiva y valiente, una misma cosa.
Hagamos del Sapere Aude la vela que ilumina la oscuridad más cerrada; la esperanza en un mundo mejor; una mano siempre tendida hacia el débil, el sin voz. Porque, citando a Bernard Shaw, “el peor pecado hacia nuestras criaturas no es el odio, sino el ser indiferentes a ellas…esa es la esencia de la inhumanidad”. Un auténtico veneno contra el que solo funciona el antídoto de la empatía, antesala del respeto y la compasión. Mirarnos a los ojos, sostener sus miradas, dejar que nos lleguen, sentirlas… y, siempre, apostarlo todo a una sola carta por utopías que prometen un mundo mejor.