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Érase una vez… una historia de amor que, pese a decir buenos días a la tristeza, no se inspira en Françoise Sagan. Ni siquiera hay un tercero en discordia. El punto de partida y llegada de este romance bendecido con el brillo de lo cotidiano es solo uno: un hombre, pintor, y una mujer, señora de rojo, se aman, y dan un paseo en bicicleta, al filo del atardecer.

Como equipaje, la melancolía y la tristeza, polizones que trajo la vida y un hato desbordado de amor. Porque la nuestra es una historia de tender la mano; de enamora-dos que hacen los caminos de la vida al pedalear, como quizás diría Machado, esa alma de pura orfebrería, fatalmente herida por la pérdida de Leonor Izquierdo, su musa y gran amor. 

Nuestros amantes, que siguen teniéndose gracias a la ficción, avanzan por la senda de un amor que dialoga con la Naturaleza. A un lado del camino, una voz queda, cada vez más lejana, les recita ‘A un olmo seco’. Pero, al igual que los “Campos de Castilla” inspiraron a Machado, también arraigaron en otra gran pluma, un andariego de caminos superlativo, padre de Nicolás, nuestro pintor, y de Ana, la señora de rojo, pedaleando rumbo a la curva del pinsapo.

Nada serían sin este poeta en prosa amigo del aire libre, que firmó sus primeras obras como MAX, su acrónimo, una simple y romántica ecuación donde M era Miguel; A, Ángeles; y X la incógnita que el futuro podía deparar a la joven pareja, cuyo prolífico amor floreció en un entorno rural dado y elegido. Fueron décadas de amor, una familia numerosa y obras maestras de la literatura hijas del genio de él y la complicidad de ella, cuya muerte prematura lo enmudeció. Pero también su recuerdo engendró ‘Mujer de rojo sobre fondo gris’, obra con la que volvió a escribir, …y a pedalear con Ángeles.

En este seguir pedaleando, llegamos al culmen de nuestra historia de amor, una ficción, cuajada de tristeza y melancolía, sobre un cielo encarnado que recortan dos siluetas sobre ruedas. Es uno de los momentos mágicos de esta obra, cuya esencia la pluma arranca a la vida: Nicolás es un artista con una crisis existencial y creativa, y Ana muere joven por un tumor cerebral.

Como un “amor esperanzado” define José Sacristán, amigo del escritor que llevó a las tablas este monólogo, el sentimiento del amante que logra recuperar a su amada a través de la memoria y el amor. Nicolás rememora…

«Mediado el verano la invité a dar un paseo en bicicleta. Nunca había necesitado tanto que la animasen, pero los últimos días de julio se mostró más abatida. Esa tarde, en la curva del pinsapo, reconoció que el campo por sí solo no aliviaba la melancolía, que era preciso traer la alegría dentro para disfrutarla»

La Madre Tierra brinda ese refugio primigenio, pero refleja estados de ánimo, y nunca será bálsamo. También en aquella espléndida tarde la Naturaleza es una lejana esperanza, y el amor el leiv motiv de la existencia que, aun negándonos la plenitud, mantiene su llama.

En ese amor esperanzado, que, con Delibes, a buen seguro, sintieron también Machado o Shakespeare, late la vida. Dice también Sacristán, justamente eso, el evocar aun con lágrimas, “es lo que nos mantiene vivos”. Un lienzo y un paisaje en los que, inconmensurables, Naturaleza y amor bailan a la sombra del verde, frente a la sombra hierática y alargada del ciprés.

El fondo del cuadro gris denota ausencia de Naturaleza, instalándose esa mancha ceniza, símbolo de la melancolía, la enfermedad. Sea como fuere, Delibes hubo de combatir en el crepúsculo de su vida la insoportable separación física de sus dos grandes pasiones, y el recuerdo permite traerlas de vuelta evocándolas, del único modo posible, aunque duela y la pluma le diseccione, inmisericorde.

No se trata de alzar el vuelo a ninguna parte. Para Delibes, vida y ficción mejoran cerca de la Naturaleza. Con su paleta multicolor, supo dibujar el alma humana, alumbrando un paisaje polifónico, en el que los cantos de los pájaros reverberan ecos del infinito piar de «Milana, bonita», un homenaje a la sensibilidad de Azarías que, ¡oh maravilla!, ensombrece su alma de cazador.

En la curva del pinsapo, donde la Naturaleza nos trae acordes ora melodiosos, ora discordantes, late el corazón delibiano. Decía Sacristán que “el lenguaje de Miguel Delibes es universal porque cuenta y describe sentimientos”, en este caso trenzando Naturaleza y amor. Por ello, el amor esperanzado salva. Un instante inolvidable, triste pero de amor, también por el entorno. Ya roto el maleficio de quien invadió un espacio creador sagrado. 

Tuvieron respuesta esos celos que el narrador sintió por el cuadro, “de no haberlo sabido pintar yo”, odiando que hubiese sido otro el que la inmortalizase en todo su esplendor. Trocó entonces en pincel su pluma. Alumbrada la verdad propia, el fuego de la creación todo lo purifica, aunque sigamos dando los buenos días a la tristeza.

Bajo la sombra del pinsapo duerme la devoción de Delibes por la Naturaleza, el mundo rural y sus gentes, envueltos en circunstancias que retrata en su obra. Pero también sublima esas pequeñas cosas que aligeran la pesadumbre de vivir y crean nuestro lugar en el mundo: esas tierras castellanas a las que permaneció siempre fiel.

Una fidelidad que bien pudiera encarnar tan hermosa estampa, detenidos en aquella curva, donde la mirada en derredor sigue sin hallar consuelo. “Y los dos aceptábamos, de antemano, la situación. Nos bastaba mirarnos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde”, dice Sacristán. Un trabajo que ha sido “un sueño por fin realizado, del que es mejor no despertar”, porque “cuando esto acabe va a ser muy difícil encontrar otra cosa que tenga este equivalente. Por cosas así, por Señora de rojo, se vive”. Porque, por fortuna, la sombra del ciprés no todo lo alcanza, y solo la memoria del amor nos mantiene vivos, allí, en la curva del pinsapo…

Miguel Delibes y su esposa, Ángeles Castro, en Valladolid, años 40. ¿1943?