Los maltratos al toro, su uso, abuso y tortura, me tienen el alma rota y el corazón amordazado. Pero las estrellas están alineándose para acabar con esta lacra social que llama espectáculo a una matanza que espanta. Como esos cielos cerrados, huérfanos de estrellas, que tantas cosas dicen, la noche del coronavirus está iluminando con luz de quirófano aspectos sociales que urge actualizar. Que hemos de mirar a la luz de los nuevos tiempos, si pretendemos vivir en un mundo que se considera a sí mismo civilizado.
A la luz de ese mundo pretendidamente evolucionado, la tortura al toro es inconcebible y, por ende, es más que obvio que tiene los días contados. Como un Goliat con los pies de barro, sobrevendrá el derrumbe, mientras David sigue clamando justicia como una pequeña luz que pugna con las tinieblas, hasta que, él lo sabe, la justicia poética le es dada.
David ganará como el sol que pugna con la oscuridad cada atardecer hasta desangrarse, sin dar nunca la batalla por perdida; volviendo luego para, con el alba, cada amanecer imponerse a la noche. Sumida en la oscuridad de la noche de los tiempos más crueles, la tauromaquia está condenada al completo olvido.
Ya no hay marcha atrás, España está aprendiendo, con dificultades, pero sin pausa, a quitarse la caspa y la venda de los ojos, a a avergonzarse de los toreros y de su rancio folklore que mantiene el injusto status quo. No olvidemos que media España, esa que se duele de la otra mitad, lleva demasiado tiempo ya sintiendo la tortura del toro como propia, y eso solo puede acabar con un soberano punto y final.